DALIAN

Llegamos a Dalian el 20 de agosto de 2017, agotados y mareados, un poco horrorizados por el callejón infecto con ratas correteando en el que estaba nuestro no-hotel, bastante asqueados por la suciedad pringosa, apestosa y generalizada de nuestra habitación, y nos marchamos el 30, 10 días más tarde, cuando ya nos habíamos enamorado de la ciudad china inmensa y costera, con cielos azules y tráfico imposible, marisco en la calle y luces de Navidad inundando las calles cada noche. Acabábamos de conseguir nuestros permisos de residencia, llegamos al hotel-apartamento ilegal en el que nos hospedábamos, dispuestos a buscar aquel local de masaje que tanto nos había gustado y el restaurante de las gambas al ajillo, cuando recibimos un mensaje por Wechat diciéndonos que en 15 minutos llegaría un taxi a recogernos y llevarnos a la estación de tren del norte, a casi una hora en coche, donde teníamos un tren a Cangzhou en dos horas y media. Hicimos las maletas en 5 minutos (señal de experiencia) y todavía nos sobraron otros 10 para echar pestes de la desorganización de la compañía y acabarnos las cervezas que guardábamos en la nevera para celebrar nuestros últimos días en Dalian. Cruzamos una ciudad de bloques tras bloques de rascacielos de hormigón, ordenadamente dispuestos en filas, mezclados con bloques de casas de arquitectura extraña, millones de vidas en pisos diminutos con olor a col, especias picantes y sopa de sobre. Llegamos a la estación, del tamaño de una ciudad pequeña, tras haber recibido una breve llamada de nuestra coordinadora diciendo que en realidad no teníamos los billetes de tren, y que buscáramos las taquillas. Tardé 40 minutos en conseguir los billetes, sin ningún letrero en inglés o siquiera en pinyin, y conseguimos llegar a nuestro tren corriendo. Seis horas en asientos de tamaño infantil, cruzando ciudades oscuras y campos de cultivo, entre gentes ruidosas, niños extrañamente callados y olor a pollo asado de sobre, y llegamos a Cangzhou, en el epicentro de la polución por PM2.5 de China, ciudad industrial que se hunde poco a poco, de anchas avenidas con farolas kitsch, rascacielos oscuros, neones rojos gigantescos, y olor a smog. Cuánto tiempo nos harán quedarnos, es un misterio.

Abajo se pueden ver algunas fotos de Dalian. Son pocas y no le hacen justicia, pero no hubo tiempo para más.